La última cima
Abel Ibarra
La vida del padre Pablo Domínguez fue un milagro hasta el día de su muerte en las alturas del “Moncayo”, montaña nevada de Zaragoza, porque llevaba a Dios en el apellido: Domínguez viene de domingo, el día en que el creador descansó para ver su obra y, también, de Dominus, el Ser Supremo.
A Pablo se le cumplió todo lo que quiso desde que a los doce años decidió que iba a ser cura, según narra en esta película fuera de serie, “La última cima”, su director Juan Manuel Cotelo. Pablo llegó a ser Doctor en Filosofía, escribió cuatro libros, fue Decano de la Facultad de Teología San Dámaso en Madrid, experiencia que lo ayudó a elaborar un discurso irreverente, exento de convencionalismos, cáustico, quizá lleno de las palabras de los comienzos del mundo, porque después de todo en el principio fue el verbo, ¿no?
“Nuestra meta es la verdad”, solía decir en sus homilías, para explicar que el acercamiento hacia Dios es humano y debe ser a través de la razón, que es “una belleza descubrir la razonabilidad de la fe”, palabras instaladas ni más ni menos que en el pensamiento de San Agustín, porque, según éste, “la belleza es el reflejo de la verdad”.
Pablo no fue un cura curero, es decir, anclado a las tiesas tradiciones ecuménicas, tanto que, el día en que fue a ordenarse como sacerdote le pidió a dos amigos, Cachas y Negrete (vaya par de chavales) que lo ayudaran en tres cosas, una, que sus homilías no duraran más de quince minutos, dos, que no lo dejaran hablar como un cura y, tres, “que no me dejen hacer así con las manos”, repite Cachas estrujándose las manos frente a la cámara, como si estuviera expurgándose la mala conducta de sus palmas.
“La última cima” comienza con una reflexión que hace su director frente a cámara al explicar que a pesar de que Pablo no era pederasta, mujeriego, ladrón, exorcista, misionero en la jungla, tampoco fundador de una nueva iglesia y ni siquiera párroco, pero, “estoy convencido de que la vida de Pablo merece ser conocida, porque Pablo no es nada más, ni nada menos que un buen cura”, evocando con su garganta el verso “en el buen sentido de la palabra bueno”, de nuestro Antonio Machado español.
El mundo nunca podrá agradecer suficientemente a Juan Manuel Cotelo el haber difundido la vida de este cura de carne, hueso y bondad, porque, como él mismo lo deja entrever, la vida de los religiosos sólo importa si está inmersa en el escándalo que los medios de comunicación se encargan de difundir con fruición, sin distinguir que la Iglesia es como el mundo, con su cielo y su infierno, sus hombres justos y los demás.
La vida de Pablo estuvo signada por la alegría de vivir con la que logró darle consuelo a los desamparados, compañía a los solitarios, felicidad a los tristes, amistad a los sin problemas (también hay gente que no vive en una sufridera), por la sencilla razón de que tenía un corazón más grande de lo normal y no es una metáfora, el músculo vital lo tenía recrecido y quizá por eso le falló cuando buscaba oxígeno mientras practicaba su deporte favorito.
Pablo murió joven, como él quería, a los cuarenta y dos años, en el lugar donde había repetido que deseaba finalizar sus días, en la montaña, curiosamente junto a una muchacha que soñó con lo mismo, quizá por el solo deseo de estar más cerca del Altísimo. Amén
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