Ernesto Che Guevara de la Sangre
Abel Ibarra
“En vida padeció de irrealidad, como tantos ingleses; muerto no es siquiera el fantasma que ya era entonces”, dice Jorge Luis Borges de Herbert Ashe, ingeniero de los ferrocarriles del Sur, cuyo recuerdo difuso persistía en el hotel de Adrogué (provincia de Buenos Aires) y en la memoria del autor del cuento “Tlön, Uqbar, Orbis, Tertius”. La afirmación, per se, es lapidaria y sirve de intención genética cuando Borges nos presenta a un personaje espectral como adelanto de lo volátil e inasible de la historia por narrar, especialmente si nos atenemos a la etimología de su apellido, Ashe, cercana a la raíz anglosajona “ash” que nos refiere a la no menos volátil ceniza.
Pero si de etimologías y aproximaciones nos servimos, tenemos que Ashe se emparenta casi sin fricciones con el apelativo “Che”, conservando el mismo significado de ceniza que fue la semivida de Ernesto Guevara de la Serna, fundada en el régimen de terror y muerte desatado a punta de fusil en Cuba, y, en la falsificación e impostura de su personalidad desde el mismo día de su nacimiento. Eso lo demuestra Don Enrique Ros, historiador que le pone huesos al alma cubana de Miami, en su libro “Ernesto Che Guevara: Mito y Realidad”.
En una investigación afanosa por el laberinto de la abundante bibliografía sobre el fatídico Che, Don Ernesto se remonta al momento mismo en que Celia de la Serna presenta al hijo en el registro civil de Rosario como nacido el 14 de junio de 1928, cuando en realidad vino al mundo en la mala hora del 14 de mayo, un mes antes, porque el día de la boda tenía tres meses de embarazo, cosa que la obligó, al regresar a Buenos Aires, a mentir que el engendro había nacido sietemesino.
A partir de allí las adulteraciones y gazapos se suceden como vagones repetidos que convirtieron a Guevara en el engañoso “Guerrillero heroico”, gracias a las múltiples biografías laudatorias de parte interesada, cuando en verdad toda su actuación civil y militar sólo mereció el mote del “Carnicero de la Cabaña”, como lo señalaron familiares y amigos de quienes cayeron bajos sus órdenes frente al pelotón de fusilamiento.
El Che Guevara nunca se graduó de médico, descubre Enrique Ros en el expediente estudiantil del impostor y, al toparse con un meteórico e imposible récord, escribe con ironía: “Quince cursos (la mitad de la carrera) en tres meses! Once materias (incluyendo ‘Clínica quirúrgica’) en 22 días lectivos”, amén de quejarse de los infructuosos intentos por obtener certificación del título expedido por la Universidad de Buenos Aires; siempre esquiva a las solicitudes del investigador.
Y, así, los desmentidos a todas las fabulaciones que contribuyeron a crear un mito glorioso, incluido el viaje en motocicleta que emprende por latinoamérica cuyo destino era realmente Estados Unidos, con una pasantía por Venezuela, donde tenía la esperanza de ganarse unos diez mil dólares con su falso título de médico y su impostada personalidad de redentor de los pobres.
La verdad es que la poca formación política que tuvo el Che Guevara ocurrió en los terrenos lodosos del odio cuando, según afirma su amigo de toda la vida José Aguilar, se dedicó a quebrar los vidrios del periódico “La Voz del Interior”, en Córdoba, en tiempos en que formó parte de las fuerzas de choque del peronismo, cuya consigna era “haz patria, mata un estudiante”, cosa que practicó con denuedo hasta el fin de sus días.
El Ché Guevara, como Herbert Ashe, “en vida padeció de irrealidad”, pero no como un ciudadano industrioso a la manera del inglés elegante, sino con los métodos bárbaros que implantó la Revolución Cubana.
Vale
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