Abel Ibarra
Hugo Chávez es tan hiperbólico como Calígula en eso de la egolatría. Cuenta Robert Graves en su novela “Yo Claudio”, que Cayo Julio César Augusto Germánico, futuro emperador de Roma, solía acompañar a su padre Germánico en sus expediciones militares por tierras bárbaras calzando las “caligas”, botas primitivas de los legionarios que le hicieron ganar el histriónico nombre de Calígula, sinónimo de “botitas”. El hecho parece haber marcado el destino del muchacho, quien, acostumbrado al boato y la pleitesía que se le rindió en sus primeros años como mascota del ejército, creyó ver su futuro hecho para las estatuas, incluso, para habitar en el Panteón Romano donde estaba inscrito el nombre de su tío abuelo Augusto con la tinta indeleble de los dioses.
Fue Claudio, su tío tartamudo y cojitranco (taras que no lo arredraron para convertirse luego en senador, cónsul y emperador), quien le calzó las caligas de la megalomanía de manera caprichosa y astuta. Calígula despierta embotado luego de un largo y embarazoso sueño preguntándole al tío si no le nota nada extraño. Claudio, quien descubrió temprano que la adulación era la mejor de las artes para sobrevivir en un mundo de conspiraciones y asesinatos, le respondió con la poca presteza que le permitía su balbuciente lengua: “Claro, tienes un resplandor especial… es que te has convertido en Dios”.
Desde entonces Calígula fue el Júpiter tonante que administró a guisa y manera de sus caprichos la vida de los romanos de su tiempo. Se hizo construir tres templos para su propio culto, humilló mediante amenazas de muerte a los miembros del Senado, prostituyó a la nobleza convirtiendo el Palacio en burdel, forzó el incesto con sus hermanas Agripina la Menor, Drusilla y Julia Livilla, además de someter al suplicio de soportar sus pocas dotes de actor a públicos ocasionales, entre ellos a su propio tío Claudio, so pena de causarle la muerte con su propia espada. La locura de Calígula acusaba su propia declinación, hasta que le llegó el fin imprevisto en manos de su propia guardia pretoriana.
Salvando las distancias que trae consigo el tiempo y las hipérboles que supone la vida imperial de la Roma antigua, tenemos en Hugo Chávez el mismo descalabro que acusó el emperador desquiciado y las mismas señales de decadencia que anuncian el fin de un régimen que nos puso a los venezolanos en las puertas del infierno. Bastó ver el acto de inscripción de su candidatura ante el Consejo Nacional Electoral, en el cual, a falta de un discurso promisor hacia el futuro, se dedicó a cantar, gesticular y forzar las dotes de histrión, con las que desea demorar el final del último acto.
Luego sale en televisión tratando de humillar a la audiencia con ese disfraz de General en Jefe con sol de bisutería. Y si lo ponemos en el justo lugar de los diminutivos al que ha llegado, a la manera de las “botitas” de Calígula, no quedará más que llamarlo “solito” con ese falso resplandor sobre sus charreteras.
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