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Pero siguen las imposiciones, los odios, las revanchas y hasta el deleite con la violencia como espectáculo
“Era un lugar hermoso, simplemente hermoso. Lo que sucedió no coincide con el lugar donde viven”. Son las dolientes palabras de una familiar de la muchachita boricua víctima de la matanza de niños en Newtown, Conneticut.
Lo que más anonada de esta tragedia que conmovió al planeta de punta a punta, es que no se trata de un hecho raro o aislado. Tiene muchos precedentes en Estados Unidos y el resto del orbe. En los mismos días del acto de barbarie del joven gatillotriste de Newtown, pudimos conocer por los medios de comunicación:
Balacera en un hotel en Las Vegas, 2 muertos; Tiroteo en Alabama, un muerto y tres heridos; Violencia de los seguidores musulmanes del presidente Morsi en Egipto, 10 muertos y unos mil heridos en las últimas tres semanas; Policía rusa reprime con alevosía a opositores, 40 detenidos; Irán amenaza con guerra por envío de misiles de la OTAN a Turquía, habrá que esperar a que la teocracia iraní borre del mapa a Israel o cause un holocausto nuclear, antes de poder controlar su agresividad; Agresiones a futbolistas en Sao Paulo, Brasil, en la final de la Copa Suramericana; 40 mil muertos ya en el genocidio de Bashard al Assad en Siria…
La inclinación a la violencia está presente, lo mismo que la vocación de paz, en la carga genética de los humanos. Se supone que la síntesis dialéctica es la convivencia, tolerancia, es decir, la civilización. Pero alcanzamos el tercer milenio con avances indiscutibles para el discurrir pacífico, pero siguen las imposiciones, los odios, las revanchas y hasta el deleite con la violencia como espectáculo.
La mayoría de los videojuegos infantiles están repletos de asesinatos y batallas; persisten las guerras santas de los fanáticos religiosos; los medios de comunicación se regodean con las noticias de escándalo y muerte; algunos deportes populares consisten, como en los tiempos primitivos, en batirse hasta el ahogo; el amor a las armas de fuego es una de las más patéticas pasiones de nuestra sociedad, tanto que hay partidos y líderes que las defienden como un valor fundamental…
Quizás esto que acabamos de decir nos ayude a entender por qué una maestra, la madre asesinada del homicida colectivo de Newtown, tenía registrada a su nombre las armas de guerra que permitieron que el horrísono crimen se perpetrara.
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