Abel Ibarra
Comment crois-tu qu'ils sont venus?
Charles Aznavour
Roger Villalobos salió del avión en el aeropuerto de Miami con el destino en stand by y la vida en una maleta. Un vaho de naftalina y agua oxigenada lo despide en el último tramo de la cabina. Las aeromozas con piernas de columnas dóricas y voz de fieltro corean que bienvenido a Miami, felices vacaciones, en su español de cada día. Roger dice gracias con las vacaciones en neutro y pone el motor en marcha tras la fila de viajeros que camina con el apuro de quien huye de sí mismo. El estómago le cruje ahíto de pretzels, esos bastoncitos de harina horneados con sal mezquina, políticamente correctos, más inútiles que un ñandú sin eñe, vueltos cereta sin cumplir su rol de refrigerio. La fila se detiene frente a los peajes de inmigración, se deshace a cuentagotas y el bluyín de Roger se vuelve azul tembleque cuando le toca el turno. ¡Passport! ordena la estatua marcial con su cara sin cara. Roger se acostumbra a los temblores con el pasaporte en la mano, recordando los rostros marciales que acaba de dejar en Venezuela, país que perdió la memoria para convertirse en huella de bota militar. Welcome to the iuesei, lo sobresaltó el funcionario con sonrisa de persona y los pulmones se le volvieron a llenar de oxígeno corriente. Caminó con la ruta trazada en la planta de sus pies hasta la sala donde las maletas viajan absortas sobre la correa giratoria. Agarró la suya que parecía ser la última (tratando de engañar al tiempo), atravesó la santamaría horizontal de los arrivals y tarareó el primer verso de una canción de Charles Aznavour: Comment crois-tu qu'ils sont venus? Sólo tuvo por respuesta la bocina de un taxi ávido de corazones inmigrantes...
Todo te lo tragaste como la lejanía
Comment crois-tu qu'ils sont venus?
Charles Aznavour
Roger Villalobos salió del avión en el aeropuerto de Miami con el destino en stand by y la vida en una maleta. Un vaho de naftalina y agua oxigenada lo despide en el último tramo de la cabina. Las aeromozas con piernas de columnas dóricas y voz de fieltro corean que bienvenido a Miami, felices vacaciones, en su español de cada día. Roger dice gracias con las vacaciones en neutro y pone el motor en marcha tras la fila de viajeros que camina con el apuro de quien huye de sí mismo. El estómago le cruje ahíto de pretzels, esos bastoncitos de harina horneados con sal mezquina, políticamente correctos, más inútiles que un ñandú sin eñe, vueltos cereta sin cumplir su rol de refrigerio. La fila se detiene frente a los peajes de inmigración, se deshace a cuentagotas y el bluyín de Roger se vuelve azul tembleque cuando le toca el turno. ¡Passport! ordena la estatua marcial con su cara sin cara. Roger se acostumbra a los temblores con el pasaporte en la mano, recordando los rostros marciales que acaba de dejar en Venezuela, país que perdió la memoria para convertirse en huella de bota militar. Welcome to the iuesei, lo sobresaltó el funcionario con sonrisa de persona y los pulmones se le volvieron a llenar de oxígeno corriente. Caminó con la ruta trazada en la planta de sus pies hasta la sala donde las maletas viajan absortas sobre la correa giratoria. Agarró la suya que parecía ser la última (tratando de engañar al tiempo), atravesó la santamaría horizontal de los arrivals y tarareó el primer verso de una canción de Charles Aznavour: Comment crois-tu qu'ils sont venus? Sólo tuvo por respuesta la bocina de un taxi ávido de corazones inmigrantes...
Todo te lo tragaste como la lejanía
Se vino porque el país se le puso ancho y angosto a la vez, el español comenzó a dar traspiés en los diccionarios y el nombre se le trastocó por la mala leche. El país se volvió ancho cuando el odio se regó por calles y avenidas como un río salido de madre. Un teniente coronel (de cuyo nombre no quiero acordarme) a falta méritos civiles, se llenó el pecho con medallas de hojalata y se puso a tentar al diablo de lo desconocido, tratando de deslumbrar al mundo con sus fuegos artificiales de soldadito de plomo que ensaya guerras sobre un tablero de utilería. Sacó de sus alforjas el resentimiento guardado celosamente en su vida de fracasos y se dispuso a igualar a todos a ras de la máscara rencorosa que se le volvió rostro mirando al infierno. Roger Villalobos, ingeniero de la Universidad Central de Venezuela, post-grado en resistencia de materiales, igual a otros de su estirpe concreta, quedó herido de angostura cuando votó por la democracia con la que aprendió a caminar. Lo pusieron en una lista de fantasmas apátridas y lo expulsaron de la vida por traidor, como quien saca un mango podrido de una bolsa de mercado nueva. Roger Villalobos se volvió detritus cuando las letras de su título de ingeniero se comenzaron a deshacer sobre el pergamino. Hurgó en periódicos, libros y diccionarios, buscando vocablos frescos de reemplazo. Salió a la calle tratando de encontrar un resto de mundo, pero sólo la “Ch” se imponía con arrogancia en el sistema solar de afiches y pendones electorales. (Inútil, con el tiempo, la fuerza de los elementos mandaría la “c” al carajo y pondrían la “h” en capilla ardiente mientras tanto). Roger se quedó tan seco de palabras que los amigos se burlaron de su flacura acusándolo de pitiyanqui y le cambiaron el Roger Villalobos por el proletario y patriótico Rogelio Ranchocoyote.
Las cosas amables, las cosas sencillas, las cosas se juntan como las orillas
Se vino porque las cosas cambian a sabiendas de que van a encontrar su doble a la vuelta de la esquina. Y allí está Ciudad Doral instalada con su lumbre de ciudad nueva y vieja, de interludio sentimental entre pasado y futuro, con sus hábitos terrestres similares a los de la tierra antigua, con los mismos nombres que brillan en la memoria como legumbres vivas, menos los black beans, que los venezolanos llaman caraota con esa lengua hecha para los requiebros del idioma. Sí, Ciudad Doral está llena de requiebros, los de los cubanos expertos en desmadres, no es fácil, dicen, con un gesto que nunca deja de denunciar su isla rodeada de penurias por todas partes. Los nicaragüenses que escaparon de dos dictaduras con distintas caras de una misma moneda. Aquí están. Colombianos, resbalando eses que suenan a silbido seco sobre las montañas. Los de México, Honduras, El Salvador, Guatemala, que lograron salir de sus pozos de pobreza y violencia. Dominicanos mezclados por esa tolerancia de las razas que hay en el Caribe. Puertorriqueños, ¡bendito!, trasplantados de su isla como cocos nuevos. Argentinos… y siii, ¿viste?, uruguayos de la República Oriental. Todos vueltos gente otra vez por arte de birlibirloque. Roger Villalobos llegó a la casa de un primo, perito en resuelves, que entró en esta tierra de promisión hace más de veinte años y recorrió todo el escalafón de trabajos de misericordia sin exhalar una sola queja: telemercadeo que vende objetos imposibles por teléfono. Valet parking, para no dejar solos a los pobres carros sin dueño. Repartidor de pizzas, por nostalgia de los hornos. Y ¿qué es lo que hay?, para darle duro pateando la calle como si lo hubieran contratado para fabricar huecos. Roger Villalobos se convirtió en sombra de la espalda doblada de su primo Alfredo persiguiendo lo mismo, durmiendo en el cuarto de la señora de servicio, con baño propio, donde se saca diariamente el óxido del cansancio. Otros se las ven más negras, pero siempre vienen a Ciudad Doral a teñirse el alma y retratarse con el primer alcalde venezolano en los Estados Unidos, Luigi Boria, quien ya venía con los requiebros que le dejó su papá en el apellido italiano.
Roger Villalobos ya salió de las regulares después de un trajín de seis años. Hizo traducir título y notas universitarias porque logró que este imperio desalmado le diera una beca para hacer un Master en Educación en la Nova Southeastern University. Mismo asunto bajo nuevo cielo. Pedro Mena, médium entre lo difícil y lo imposible, conoce todos los vericuetos de la vida en el exilio y lo convenció de que podría convertirse en profesor de matemáticas, porque todo es número, dice con rictus pitagórico. Ahora Roger cuenta su historia de altibajos y vive tarareando la canción con la que Aznavour interroga al mundo: Comment crois-tu qu'ils sont venus?. Y, por primera vez, la traduce en carne propia: ¿cómo crees tú que han llegado?. ¿Quiénes?, pregunta el mundo. Los inmigrantes, responde Roger con su vida duplicada.
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