Sunday, July 8, 2012

MERCO-Funeral Agroalimentario


MERCO-Funeral  Agroalimentario



 Formato del Futuro…



Hoy no hay un solo venezolano que no esté en cuenta de que casi todos los alimentos que consume, no son producidos en el país, sino que  se trata de bienes provenientes del exterior, y adquiridos con petrodólares usados por el Gobierno -a su mejor saber y entender-  apelando al siempre útil argumento de que lo hace en nombre del pueblo y para el pueblo.
El plato nacional, mal llamado pabellón nacional, símbolo de la culinaria nacional y cuyos componentes básicos fueron calificados como “rubros bandera” durante el anuncio de la primera política agroalimentaria  hace ya 14 años por ese mismo Gobierno importador, es, a decir de muchos, la más fiel expresión internacional de la “visión” pseudoproductiva venezolana de la actualidad. 
Las caraotas negras, la carne mechada (o esmechada), el arroz y el plátano, por obra y gracia efectiva de tal negación gubernamental a los postulados  y derechos constitucionales de la ciudadanía productiva, describen la dependencia de un país que se ufana de soberano, a la vez que convierte a la soberanía productiva en estandarte de una victoria de fumarolas. Porque, actualmente, Venezuela, con excepción del plátano, debe importar los otros tres alimentos, en el medio de cambios de ministros, de anuncios de nuevas políticas agroalimentarios  y el engendramiento electoral y clientelar de una pomposa Misión AgroVenezuela, cuya hermana muleta, Fundapatria, anda dando tumbos entre deficiencias administrativas, la inoperancia de su funcionamiento y las suspicacias sobre las verdaderas causas que obligaron a su nuevo dueño, el Gobierno, a tener que “prestarle” 300 millones de dólares para que pudiera continuar de pie.


Actualmente, el país importa cerca del 80 por ciento de los alimentos que consume su población. En otras palabras,  Venezuela se ha convertido en una verdadera campeona en la agricultura de puertos. Menos de diez años han sido suficientes para que su otrora capacidad productiva, con deficiencias tecnológicas  y limitaciones expansivas, es cierto, haya ido desapareciendo, como consecuencia de invasiones, incautaciones, expoliaciones; en fin, de una antivenezolana acción destructiva a cargo de venezolanos en funciones de Gobierno. 
Fincas, hatos, centros de producción e investigación, empresas de producción agroalimentaria, proveedoras de insumos y materias primas, en fin, el tejido productivo agroalimentario que la Nación construyó y desarrolló durante décadas, ha sucumbido. Es hoy un raquítico trofeo en manos de quienes, sin duda alguna, no se equivocaron en su accionar, que mañana otros, quizás, pudieran calificar de errores.
Porque lo que ha sucedido, evidentemente, no puede haber sido un error. Se trata de una estrategia cruenta de control poblacional. De deliberada determinación a crear y sostener  una política de importación alimentaria controlada por el Gobierno, con la suficiente autonomía para, a la vez, también controlar las cadenas de distribución, y terminar convirtiendo  al consumidor en un individuo a merced de quien decide qué le vende y qué cantidad puede consumir. En otras palabras, se trata de una política de Estado dirigida a convertir a la población en un pasivo conglomerado dependiente de su natural negación a padecer hambre; una variable de la realidad vivida por la población cubana durante medio siglo, pero afianzada por las ventajas del rentismo petrolero.
Y en estas condiciones, es que se produce el ingreso de Venezuela al MERCOSUR. Sin duda alguna, un suicidio para lo que aún queda funcionando en la debilitada producción nacional. O, quizás, el paso definitivo para que aquí se produzca un MERCO funeral, en respuesta y consonancia con esa decisión de convertir a la Venezuela petrolera, en la Venezuela importadora.  
El aparato productivo nacional, y muy especialmente el agroalimentario, está parcialmente destruido e imposibilitado de poder competir con gigantes agroproductores como Brasil, Argentina o Uruguay; países que cuentan  con un sólido aparato de producción agrícola y pecuario, y que de permitirles  entrar al mercado nacional bajo un formato de puerta franca, equivale a acabar con todos los productores nacionales. En fin, nacionalizar lo que hoy se considera expresión formal de un suigéneris sistema de relaciones comerciales: la entrega de todos los beneficios a los productores internacionales de alimentos; punto final al discurso de soberanía alimentaria; borrón y cuenta nueva en la composición del llamado a ser “potencia agroalimentaria”, mientras se incrementan los esfuerzos geopolíticos para evitar que las fluctuaciones de los precios del petróleo tiendan hacia el descenso. Inclusive, no sumar equívocos que se traduzcan mañana en la reedición de experiencias como la que hoy vive Irán, sometida desde el primer día del mes en curso a un embargo petrolero, producto de la misma tendencia de ciertos gobiernos a velar más por sus decisiones, antes que por la obligación de garantizarles bienestar y prosperidad, vida feliz a sus gobernados. 
La seguridad agroalimentaria se logra garantizando que la producción nacional cubra sino la totalidad, sí el mayor porcentaje posible del consumo nacional.Es un principio básico para cualquier país. Y eso incluye a Venezuela.  
Incentivar la producción de alimentos a nivel nacional, fortalecer la agroindustria, es decir, incorporar dicha actividad al desarrollo integral del país, no es una cuestión que deba someterse a accidentales subalternidades extraterritoriales. Tiene que convertirse en un gran propósito que trascienda los fines exclusivos del ejercicio del poder. Debe ser una manifestación de trabajo continuo, en el entendido de que las exigencias inmediatas de la globalidad económica le asignan a la producción de alimentos, una posición de suprema valoración, tanto como a la disponibilidad de agua apta para el consumo humano. 
Y eso, por cierto, no figura en la propuesta electoral del actual candidato líder del gobierno. Del mismo que pretende continuar en su ya inacabable faena de convertir a los puertos del país, en un llegadero de barcos llenos de alimentos comprados con dólares sobrevaluados en el mercado internacional.

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