Editorial El Político
Los dictadores
tanto se ensoberbecen con el poder que terminan creyendo, en eso ayudan los
infaltables adulantes, que son invencibles y hasta inmortales. Pero no existen
deidades humanas, tal cosas es un oximorón.
Cuando mediaba
el siglo XX la guerra que desataron el nazi Adolfo Hitler, el fascista Benito
Mussolini y el militarismo japonés, se reconoció en más de 60 millones de
muertos. Perecieron unos 25 millones de soviéticos (hoy Rusia y naciones
aledañas), más de 18 millones de chinos, seis millones de judíos, 4 millones de
alemanes, más de un millón de japoneses, el resto de las víctimas mortales
fueron checos, yugoeslavos (hoy Serbia, Montenegro, Croacia, Macedonia,
Eslovenia, Bosnia-Herzegovina y Kosovo), polacos, gitanos, ingleses (264 mil),
norteamericanos (292 mil) y de otras nacionalidades.
Toda esa
carnicería perpetrada para satisfacción de la ilimitada ambición de poder de
Hitler, Mussolini y los generales nipones, terminó siendo un bochorno inútil.
El Tercer Reich (el régimen hitleriano) no duró mil años como ofreció el
delirante tirano alemán, sino apenas menos de trece.
Después de
acumular tanta capacidad de represión, poder de fuego y destellos ceremoniales,
el 28 de abril de 1945, junto a su amante Clara Petacci, los partisanos
(guerrilleros) italianos ajusticiaron a Benito Mussolini y su pretensión de
restaurar el fastuoso imperio romano antiguo.
Y el 30 de abril
de 1945, a las tres de una tarde brumosa, en medio de los bombardeos aliados
(tropas norteamericanas, inglesas y rusas), en presencia de su genial y
siniestro ministro de Propaganda Josep Goebbels, y junto a su esposa de última hora Eva Braun,
se suicidó Adolfo Hitler en el bunker de la Cancillería alemana.
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