Thursday, August 9, 2012

El Olimpo


Abel Ibarra

 Los atletas viven de congelar relojes para que el tiempo regrese al instante en que Cronos le ordenó al mundo que existiera. Todo es prodigio. Las patrias son ciudades-estados que habitan en las tribunas pobladas de banderas. Vuelve por sus fueros la Teoría de la Evolución de Darwin cuando estos titanes globales repiten el libre albedrío de los peces en el desafío oceánico de las piscinas, cuando se ponen a hacer maromas sobre la barra fija, el potro, las paralelas, sobre la varilla del salto alto para desafiar la gravedad, por la sola nostalgia del eslabón perdido. El hombre es el único animal que no sabe vivir en soledad y por eso este esfuerzo tras el oro olímpico para que la vida se llene de nuevos resplandores.

 Todo comenzó con Heracles (Hércules en el mundo romano) nacido de la unión engañosa de Zeus, dios de la trampa y los ardides, quien toma la figura corporal del esposo de Alcmena y concibe en ella a Heracles. En esos enredijos que se dan entre los dioses con resabios humanos en el mundo griego, Hera, esposa de Zeus, bajo el influjo de los celos, induce un estado de locura en Heracles, quien termina matando a sus propios hijos. Así, cancela esa vía natural, la de los descendientes, para lograr la trascendencia y su continuidad sobre las páginas del mundo.

 Para expiar su culpa, Heracles es enviado a Tirinto, donde reina su primo Euristeo, a quien habrá de servir durante doce años y, si logra realizar los doce trabajos que le son impuestos, alcanzará la inmortalidad. El tamiz de esta experiencia de flagelación para redimirse del pecado cometido, lo eximirá de las trazas de su mundanidad, de su vida exterior consagrada a los esfuerzos y las hazañas en el mundo de los mortales. En el undécimo, su primo le hace el encargo de traerle a Cerbero, el perro guardián del Hades, el infierno griego. Guiado por Hermes, coach arcaico por los caminos del martirio, Heracles logra cumplir la difícil misión y, al final, es premiado con las manzanas de oro del Jardín de las Hespérides.

 Ni más ni menos, allí están los semidioses contemporáneos, haciendo sus suertes en los gimnasios para repetir la historia del mundo y que la vida recomience cada día, como los ríos por donde se desplazan las canoas de argonautas magníficos en busca de la eternidad. Allí está el secreto del oro olímpico que los Hércules actuales persiguen para sellar el final de su comercio con los demás mortales, ascendiendo al podio de la premiación que los meterá para siempre en la historia, manera prodigiosa de parecerse a Dios, quien hizo a estos atletas a su imagen y semejanza. Alea iacta est.

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