Abel Ibarra
La mayor de las incertidumbres que vivimos en el vértigo cotidiano es que el mundo está cambiando y no nos damos cuenta. O, nos hacemos los desentendidos acerca del fenómeno para mantener una endeble paz mental, aferrándonos a convicciones que van teniendo su fecha de vencimiento de manera cada vez más acelerada. Los acontecimientos de ropaje novedoso ocurren con velocidad de respiración y el pasado nos persigue sin misericordia, amenazándonos con hacernos envejecer con las mismas arrugas mentales que nos ponen años en el rostro. Cambiamos con el mundo o quedaremos anclados en nuestras cavernas mentales, mudos de asombro y aferrados como náufragos a las tablas de lo que ya ocurrió.
Ayer nomás nos oponíamos a que Ollanta Humala llegara a la presidencia en el Perú. Los argumentos nos venían de un pasado tormentoso en el cual el precandidato representaba el atraso de una izquierda cuyos resultados se han ahogado en el pozo del fracaso. Un intento de golpe de Estado contra el ex presidente Toledo en el que su hermano Antauro (reo de sevicia, nocturnidad y valimiento) había jugado un papel macabro con el asesinato varios policías, sumado a su propio intento de alzamiento contra Fujimori, eran suficientes argumentos para entender su desapego a las leyes y la democracia. También eran conocidas sus conexiones con el resorte financiero de Hugo Chávez, quien no se ahorraba un céntimo para diseminar dólares como billetes explosivos de su fracasada revolución en el continente.
Había muchísimos más argumentos, entre otros la opinión de Don Mario Vargas Llosa, quien comparó a Humala y a su oponente Keiko Fujimori con las plagas del cáncer y el Sida, acusación que el presidente en ejercicio Alan García calificó como un exabrupto, morigerando un proceso que estaban tratando de resolver en las fronteras del extremismo de uno y otro bando. En el transcurso de la contienda electoral Vargas Llosa rectificó, terminó apoyando a Humala y contribuyó, junto al ex presidente Toledo (quien le perdonó el esguince al ex golpista) a que Ollanta Humala resultara triunfador.
Algunos persistimos en señalar a Humala como el virus de una enfermedad y decidimos apoyar con artículos transnacionales a Keiko Fujimori, con el argumento discutible de escoger el mal menor. Atacamos a Vargas Llosa y a Toledo por su “blandura” a la hora de inclinarse por un candidato de dudosas intenciones haciendo la salvedad de que “ojalá nos equivoquemos”. En efecto nos equivocamos y esperamos que esa equivocación sea definitiva, porque cada vez que Humala hace una declaración se acerca más al estadista que se espera de un gobernante, que el tirapiedras vocinglero que fue en el pasado. Recientemente ha declarado: “el narcotráfico crece donde no hay Estado”, reconociendo que éste es la base del terrorismo que asuela nuestro continente y que está dispuesto a combatir.
Otro argumento esgrimido contra Ollanta Humala era que al llegar al gobierno liberaría al facineroso de su hermano, quien hace alardes de su desprecio por lo civil desde una cárcel peruana y, hasta ahora, el presidente ha cumplido su promesa de no liberarlo. Aquí también nos habíamos equivocado y esperamos que el yerro haya sido definitivo, sobre todo para afianzar nuestra esperanza de que el mundo siempre cambiará para mejorar. Eso, sí, siempre estará cambiando y estamos obligados a seguir su huella.
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