Cuba y la necrofilia
“La muerte vino a la tierra a beber sangre y sudor”, dice una canción de la Nueva Trova Cubana cantada por Sara González…
La muerte de Oswaldo Payá no significa otra cosa que el regusto por la necrofilia que se adueñó de Cuba con la revolución y su desiderátum es asegurarse la permanencia de la muerte más a allá de la muerte. Yoany Sánchez tiene razón cuando afirma que el dirigente opositor hará mucha falta en el proceso de transición, evento que ha tomado matices estrepitosos si nos atenemos a los gritos de libertad que el pueblo mostró en los funerales del dirigente. Cuando se precipiten los hechos inevitables que darán al traste con esa dictadura cincuentenaria, Payá estará dos veces muerto, porque ahora no podrá librarse del silencio que siempre quisieron imponerle con amenazas, cárceles y hostigamiento. Pero quedará su memoria como la flama antigua y nueva de los libertarios.
Fernando Mires, filósofo chileno alemán que hizo su pasantía por Venezuela y por el socialismo febril en sus años de estudiante, ha dicho que Fidel Castro causó un “politicidio” con la única intención de excluir a la clase dirigente que pudo haber significado una alternativa luminosa. Eliminar cualquier indicio de mínima divergencia fue el objetivo del verdugo que activó la masacre, y, el “paredón”, se convirtió en una juerga colectiva macabra con la cual se creó un ambiente falsamente redentor de los vicios del antiguo régimen. Hay que decirlo con Octavio Paz: “Los criminales y estadistas modernos no matan: suprimen”.
La lista es larga, abundan los nombres de quienes vislumbraron en aquel proceso la señal de la parca y, sin tiempo para ponerse a resguardo, terminaron sus vidas fusilados. O, fueron desaparecidos en “accidentes” similares al de Oswaldo Payá, como el caso de Camilo Cienfuegos (cuyo fantasma no aclara los pormenores del suceso) , a quien el dueño del infierno resucita sólo para reafirmarse en su camino de muerte y desolación, como en aquel mitin donde imposta la voz del guerrillero: “Vas bien Fidel, vas bien”…
Más recientes son las desapariciones forzadas de Orlando Zapata Tamayo, obligado a morir de muerte de hambre en una cárcel apolillada, la de Laura Pollán, quien dejó de respirar con los pulmones llenos de sospecha en un hospital derruido y, finalmente, ésta, lamentable, inocultable, sospechosa nuevamente, de Oswaldo Payá. “La muerte vino a la tierra a beber sangre y sudor” dice una canción de la Nueva Trova Cubana cantada por Sara González, como premisa y corolario de esa estridencia macabra que ha sido la revolución cubana.
En respuesta a tanta barbarie, a uno sólo le queda el aliento de Miguel Hernández, a quien aherrojaron con escarcha de cebolla en un calabozo español: “No perdono a la muerte enamorada, no perdono a la vida desatenta, no perdono a la tierra ni a la nada”. Amén
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