Abel Ibarra
Los surrealistas dicen que la vida es un segundo sueño. André Bretón, el piache mayor de esa tribu literaria dislocante, contumaz y prometeica, fatigó sus años junto a Paul Eluard, Robert Desnos, Guillaume Apollinaire, Louis Aragon, Antonin Artaud, entre otros, tratando de deshilvanar los hilos de la razón, en busca del momento justo en que los sueños se cuelan en la vida para darle sentido. Trataban de hallar ese punto de exaltación donde lo cotidiano alcanza su dimensión secreta y heroica para que el mundo continúe, con “el tímido rumor de lo que existe”, diría Adriano González León, hijo pródigo de aquel momento luminoso.
Por los caminos de la poesía (mi mujer con espaldas de pájaro que huye en vertical, dijo Bretón) los surrealistas buscaron, a contracorriente, el momento justo en que ocurrió el soplo de la Creación de acuerdo al Evangelio según San Juan, quien afirmó sin lugar a dudas que “en el principio fue el verbo”. Asunto que parecía contradictorio con los dictámenes empíricos de la ciencia, sometidos a comprobación de laboratorio, pero que, al final, a falta de cognomentos verificables, comprobables, fácticos, fue llamado “Big Bang”, estallido verbal donde el universo comenzó a ser. Verbigracia.
A punta de verbo, a punta de desafío, a punta de punta, los profetas del surrealismo, que no significa sobre, ni debajo, sino, “entre la realidad”, se pusieron de acuerdo con Paul Eluard, en que “el otro mundo existe pero está aquí”, lo mismo que descubrió un científico de apellido Higgs, cuando encontró que hay partículas que merodean por los laberintos del átomo, entre protones, neutrones y electrones, donde está vagando a su real saber y entender el germen que da nacimiento a la “masa”, o sea, a la materia, es decir, al pedazo de corazón primigenio donde surge la vida. En honor al desafío de un físico descaminado a quien se le reveló el misterio mientras perdía el tiempo paseando por las montañas de Escocia, los científicos bautizaron el descubrimiento como “bosón de Higgs”, galimatías genérico de la “partícula de Dios”. Coño y amén, sagrado y profano.
Tengo la suerte de asistir al momento heroico, pero sin sangre ni discursos apologéticos, en que la ciencia y la poesía, la vida y el sueño, se ponen de acuerdo, como ha debido ser desde siempre, pero, que, por esa terquedad nuestra de pensar que el mundo comienza y termina en nuestro ombligo racional, no nos dimos cuenta de que palabra y acción son lo mismo. Si digo mundo el mundo aparece, a la manera de los antiguos Mayas que afirmaban: “nombremos nuestras cosas para que nuestras cosas existan”. Lo mismo que San Juan y los surrealistas.
Gracias al doctor Higgs y su partícula primitiva donde nace el amor que genera la vida, uno puede decir lo que le dé la gana cuando anda perdiendo el tiempo por las montañas de sí mismo. Digo Adriana y se me viene Roma con todo lo distante y cercano que tiene Roma, la ciudad eterna, a la manera de Jorge Luis Borges: “en las letras de rosa está la rosa y todo el Nilo en la palabra Nilo”. Cosa que, según él y Higgs, nos da fuerza para seguir buscando a Dios por los rincones, porque en la palabra Dios existe Dios.
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