Thursday, April 26, 2012

La muerte no perdona a los tiranos


Editorial El Político


 Los déspotas mueren sin pena ni gloria y para siempre

Los dictadores tanto se ensoberbecen con el poder que terminan creyendo, en eso ayudan los infaltables adulantes, que son invencibles y hasta inmortales. Pero no existen deidades humanas, tal cosas es un oximorón.
Cuando mediaba el siglo XX la guerra que desataron el nazi Adolfo Hitler, el fascista Benito Mussolini y el militarismo japonés, se reconoció en más de 60 millones de muertos. Perecieron unos 25 millones de soviéticos (hoy Rusia y naciones aledañas), más de 18 millones de chinos, seis millones de judíos, 4 millones de alemanes, más de un millón de japoneses, el resto de las víctimas mortales fueron checos, yugoeslavos (hoy Serbia, Montenegro, Croacia, Macedonia, Eslovenia, Bosnia-Herzegovina y Kosovo), polacos, gitanos, ingleses (264 mil), norteamericanos (292 mil) y de otras nacionalidades.

Toda esa carnicería perpetrada para satisfacción de la ilimitada ambición de poder de Hitler, Mussolini y los generales nipones, terminó siendo un bochorno inútil. El Tercer Reich (el régimen hitleriano) no duró mil años como ofreció el delirante tirano alemán, sino apenas menos de trece.

Después de acumular tanta capacidad de represión, poder de fuego y destellos ceremoniales, el 28 de abril de 1945, junto a su amante Clara Petacci, los partisanos (guerrilleros) italianos ajusticiaron a Benito Mussolini y su pretensión de restaurar el fastuoso imperio romano antiguo.

Y el 30 de abril de 1945, a las tres de una tarde brumosa, en medio de los bombardeos aliados (tropas norteamericanas, inglesas y rusas), en presencia de su genial y siniestro ministro de Propaganda Josep Goebbels,  y junto a su esposa de última hora Eva Braun, se suicidó Adolfo Hitler en el bunker de la Cancillería alemana.


De ese modo se cumplió lo inevitable, los déspotas mueren sin pena ni gloria…Y para siempre…




 

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